Escondido en San Telmo y atendido por un excéntrico personaje digno de una película de Kitano, Sukiyaki es el restaurante de culto que eligen los entendidos que buscan el verdadero sabor nipón.
¿Cuál es la mejor parrilla argentina de, digamos, Nueva York? Seguramente sea aquella a la que van los argentinos, a buscar el sabor auténtico de la mejor carne vacuna. ¿Y la mejor pizzería de, por ejemplo, Londres? Debe ser aquella a la que van los italianos. ¿La mejor taquería de Berlín? La que elijen los mexicanos.
En cada país, son los extranjeros los que sentencian dónde se come la mejor comida de su patria. Partiendo de este concepto, si tuviéramos que buscar el mejor restaurante japonés de Buenos Aires, preguntaríamos adónde van a comer los japoneses. Son contados los habitantes de esta urbe que adivinarían la respuesta correcta.
El mejor restaurante japonés de Buenos Aires no queda en Palermo Hollywood, no tiene luces bajas, ni música con onda. El mejor restaurante japonés de esta ciudad está escondido en San Telmo y es un diminuto comedero de apenas unas pocas mesas lamidas por la penumbra, una heladera Peabody zumbando en el medio del salón y un cuadro del monte Fuji reflejado sobre un irreal lago azul. En el mejor restaurante japonés porteño no se sirven rolls, jamás verás un trozo de kanikama y el queso philadelphia es el anticristo. Acá no hay ni siquiera mozos: el lugar es atendido por un anciano nipón que cocina, sirve y luego cobra lo que se le antoja. Y jamás se le antoja cobrar menos de cien pesos por persona.
Aún así, éste restaurante llamado Sukiyaki (Pasaje San Lorenzo 304) es el que cada martes elige el personal de la Embajada de Japón para ir a almorzar. No sólo eso: músicos y actores famosos (como Luis Alberto Spinetta, Carolina Peleritti y Mike Amigorena) son habitués del lugar. Y también Francis Ford Coppola se sentó en estas mesas mientras estuvo en la ciudad filmando su película Tetro.
Espacio de culto en el circuito under de la gastronomía porteña, Sukiyaki se ha convertido en un secreto a voces entre los sibaritas que buscan los sabores más autóctonos de cada país y que están cansados de la parafernalia que rodea a muchos restaurantes que exageran su costado étnico hasta convertirse en una caricatura de sí mismos.
¿Cuál es el secreto de Sukiyaki? ¿Cómo es posible que este sucucho perdido en San Telmo sea la referencia de la gastronomía japonesa de la ciudad? En JOY decidimos ir a averiguarlo y nos encontramos con un lugar francamente increíble.
UN PERSONAJE EXCENTRICO
Para entender la magia de Sukiyaki hay que empezar por focalizarse no sólo en su comida y su servicio, sino en su dueño, Ito San, un personaje excéntrico que le imprime su sello personal al lugar y marca el pulso de las comidas con sus precisos cortes de pescado, pero sobre todo a través una personalidad algo avasallante que podría espantar a los incautos.
Tan magnética es la presencia de Ito San que son muchos los que visitan el reducto solamente para vivir la experiencia de ser atendidos por este japonés septuagenario de pelo blanco peinado hacia atrás, que va y viene de la cocina y con un vozarrón monocorde, más que tomar pedidos, le ordena a los clientes qué es lo que comerán. Es que, como ocurre en muchos de los restaurantes más lujosos y minimalistas del mundo, en Sukiyaki no hay menú impreso ni escrito en pizarrones: es el propio Ito San quien cada mañana sale en bicicleta a hacer sus compras y, de acuerdo a lo que consigue fresco en el mercado, decide qué pondrá sobre la mesa. No necesita ni de empleados, ni de proveedores, ni siquiera de un cartel a la calle que anuncie la existencia del local. Es un emprendedor solitario que con un cuchillo y un trozo de pescado logra maravillas.
Sin embargo, dentro de la simpleza de la propuesta y de cierta improvisación en el servicio, hay un plato emblemático que nunca falta y es el que le da nombre al lugar. El sukiyaki difícilmente se consigue en otros restaurantes de la ciudad y está compuesto por carne cocida a fuego lento o hervida, junto con arroz, vegetales (puerros, zanahorias, hakusai, entre otros), tofu, hongos shiittake y otros ingredientes, con una mezcla de salsa de soja, azúcar y mirin (un tipo de vino de arroz similar al sake).
Pero lo particular del plato, más allá del sabor (en muchos puntos similar a los woks orientales que sirven en algunos restaurantes asiáticos), es que se cocina en la mesa. Ito San acerca todos los ingredientes crudos y una garrafa de gas que le da combustión a un anafe. Allí se coloca el cuenco con los ingredientes que se van cocinando lentamente. Una vez cocidos, antes de comerlos, se los moja en un cuenco de huevo crudo batido.
GYOZAS Y SASHIMIS
Fuera del sukiyaki, la variedad de platos que se ponen sobre las mesas del restaurante se reduce a unas pocas opciones más. No suelen faltar las clásicas gyozas de cerdo, que Ito prepara de tamaño reducido y sirve de a decenas. Otro clásico de Suskiyaki son los sashimis, las piezas de pescado crudo que más de un falso gourmet rechaza cuando va a comer sushi en los restaurantes de moda, optando por los rolls y otras piezas que llevan palta o queso philadelphia.
Ito San es un purista de la comida japonesa: no sólo que no acepta ingredientes occidentales en su cocina, sino que se niega a preparar rolls y lo que es más: evita el salmón, insumo clave de cualquier preparación de sushi en Argentina. Esto no quiere decir que jamás incluya en sus platos al rosado navegante del Océano Pacífico, pero si consigue frescos otros pescados (besugo, mero), o buenos mariscos (pulpo, langostinos), siempre optará por estos últimos.
El nivel de glamour de este bolichón irreverente, con su dueño aún más irreverente, es inversamente proporcional a la magnificencia de esa tierna lámina de pescado que se deshace en la boca. La porción trae una decena de piezas pequeñas de sashimi y una cantidad similar de pescado blanco. Ninguna elegancia en la presentación, ningún “refinamiento milenario japonés”. Sólo esa fantástica carne suave, disfrutado en la penumbra, con el único ruido de la Peabody rezongando en el salón. Se siente uno cenando en una tintorería con comedor o en un boliche de mala muerte de las afueras de Tokio. Probar los sashimis de Ito San es la única forma que existe de entender el curioso éxito de Sukiyaki.
A la hora de beber, si uno quiere un rico vino, lo mejor es llevar su propia botella, ya que la cava del boliche es inexistente. Lo más aconsejable es tomar cervezas de litro que uno mismo busca de la Peabody. Dependiendo de su estado de ánimo, Ito San puede llegar a sentarse en la mesa, compartir unos tragos y ponerse a charlar sobre cualquier cosa. Desde cocina (“esto que yo hago no es realmente cocinar”, nos comentó, humilde), hasta filosofía: “Yo conozco cultura occidental, leí a todos los filósofos cuando vine a Argentina: Heidegger, Kant, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir”. De todas formas, hay que tener claro que si Ito se despertó ese día con el pie izquierdo, es preferible no tentarlo a la charla y que se limite a lo que tan bien sabe hacer: sashimis.
NINGUNA GANGA
En Sukiyaki no existe el “tráigame la cuenta”. Cuando la cena termina, Ito San se acerca a la mesa y dirá cuánto cobra, sin que jamás quede claro cuál es el silencioso cálculo que utiliza para llegar al número final. En promedio, hay que ir dispuesto a pagar unos 100 pesos por cabeza. Puede ser un poco menos, tal vez un poco más, pero nunca guardará una relación directa con lo que se consumió.
Está claro que Sukiyaki no es un lugar ideal para una cena de negocios, ni para una cena en familia y menos aún para una primera cita, pero por la onda del salón, la personalidad de su dueño y, por sobre todas las cosas, la calidad de sus platos, es una experiencia que todo porteño debería vivir al menos una vez en la vida.
Genial, quiero ir!
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